Hace tiempo que tengo este tema rondándome en la cabeza y a
medida que los días pasan, se me instala con más fuerza en el marote, o sea, o
la saco o reviento, y como no quiero reventar, la saco.
Desde hace más o menos 3 meses me está tocando ver de cerca
como muchas veces los intereses, frustraciones y conflictos de los adultos
afectan a nuestros hijos y creo que eso no está bien.
Muchas veces los adultos discutimos, tenemos diferencias por
cosas que afectan a nuestros hijos, pero como somos adultos y se supone que
sabemos separar las cosas, no está bueno involucrarlos y azuzarlos como a
perros de pelea para que ellos se distancien de sus amigos y compañeros a
quienes quieren, por cosas que los adultos no sabemos resolver, porque somos más
inmaduros que nuestros hijos.
Son demasiadas las veces que los niños nos dan ejemplos de
grandeza, de amor, de solidaridad y de espíritu deportivo que tendríamos que
aprender a mirar a través de los ojos de nuestros hijos y dejarnos de joder con
escribanos, colacionados y pelotudeces por el estilo porque “no me gusta su
cara” o “me dijeron que” y no tuve la decencia de preguntar de frente y con
calma si lo que me dicen es cierto, porque no se me da la gana de reconocer los
valores de otra persona porque no me cae bien.
Es una vergüenza que los adultos insten a sus hijos a
alejarse de sus pares, porque los padres son unos estúpidos que no pueden portase
como personas civilizadas; es vergonzoso ver padres poner en manos de sus hijos piedras y cascotes para
agredir a sus compañeros; es indignante ver a madres de familia agarrarse de
las mechas e insultarse como prostitutas portuarias; todo esto porque no somos
capaces de portarnos como gente de bien y terminamos siendo un cachivache mal
parido con cero madurez y nada de educación.
No puede ser que no podamos conversar sin agredirnos, no es
posible que seamos tan cabeza dura que, cuando nos equivocamos, no tengamos la
grandeza de reconocer nuestros errores y pedir disculpas, de dejar atrás los rencores y
avanzar en un camino donde las diferencias nos enriquecen y como dice Fito
Páez, “el amor es más fuerte”; el amor a nuestros hijos, el amor al que recibí
en mi casa y me recibió en la suya, el amor al prójimo que ayuda a crecer y no
pretende destruir.
En los últimos tiempos aprendí que a mayor orgullo, menor
dignidad; cuando el orgullo se me sube a la cabeza la dignidad se me baja al
trasero y adquiere calidad de materia fecal.
Mi lucha diaria es por ser buena persona, por ser un ser
humano que piensa y que tiene sus propias ideas. Ojo, eso no impide que de vez
en cuando sea manipulada, porque como soy una mina que cree en la justicia y
encima cuando me caliento con algo que creo que es injusto me llevo el mundo
por delante y ahí quedo, estrellada como un huevo frito, más sola que la una,
porque todos los imbéciles sin agallas que me dijeron “dale, hablá, poné la
cara que te apoyamos”, huyen como ratas en un naufragio.
No me quejo, porque en esos berenjenales me meto solita,
pero me da como para analizar hasta que punto me juego por personas que lo único
que hacen es quejarse en los pasillos pero a la hora de la verdad no son
capaces de defender cuanto piensan.
Es hora de asumir nuestra condición de adultos, es
hora de aprender de los chicos, es hora de crecer , de analizar, de evaluar, de
tomar conciencia que nuestros hijos son el reflejo de lo que somos y, si
nosotros nos portamos como desecho cloacal, ellos serán, como mínimo, Laguna Cateura.