sábado, 30 de septiembre de 2017

NOSOTROS, LA GENERACION DEL TEMOR Y EL DESCONOCIMIENTO

Hace unos días hablaba con alguien sobre las cosas que hay que contar a los hijos, lo que hay que mostrar a los hijos, lo que nuestros hijos escuchan sobre nosotros y la opinión que ellos pueden, o no, tener de nosotros.
Como dice Pilar Sordo, nosotros somos la generación del TEMOR, temíamos a nuestros padres y hoy tememos a nuestros hijos, el problema es que también somos la generación del DESCONOCIMIENTO, no hemos tenido suficiente información de nuestros padres para conocerlos a fondo, y nos cuesta conseguir la información necesaria para conocer a profundidad a nuestros hijos.
Si tenemos la fortuna de tener una comunicación fluida con nuestros hijos, cosa que no la tenemos todos ni con todos nuestros hijos, por cuestiones de afinidad, competencia, etc., tenemos una perspectiva más o menos clara de quienes y qué son nuestros hijos.
Nosotros somos la generación de la lectura, donde había que “leer” a las personas e “interpretarlas”, como con un libro, y asumamos, nuestros padres, en general, nos daban la mínima información posible y nosotros tampoco nos esforzábamos por informar más allá de lo que considerábamos absolutamente necesario para una supervivencia familiar cómoda.
Con nuestros hijos la cosa es distinta, ellos nacieron en la época del audiovisual, las computadoras y los teléfonos celulares, ellos no precisan “leer e interpretar” y nosotros nos hemos vuelto más abiertos en nuestro rol de padres, de tal manera que ellos nos “ven” tan claramente como una película y sólo tienen que interpretar los pequeños detalles, para nuestros hijos somos transparentes, lo cual, desde mi óptica, es bueno, ya que no se conforman con lo que escuchan o con lo que “leen”; ellos miran y observan, saben perfectamente que teclas tocar para conseguir lo que quieren.
Así mismo, saben perfectamente quienes y qué somos, sin importar la información que terceros les aporten, nuestros hijos observan cada minuto de nuestra vida, nuestro accionar; ellos son jueces implacables de sus padres y la evidencia que usan es lo que ven en nosotros y saben perfectamente, cuando nos preguntan algo, si la información que nosotros compartimos con ellos es real o es una falacia.
Esto nos pone a nosotros los padres en una posición que nos obliga a ser honestos con ellos y nosotros mismos, ya los secretos no tienen cabida, y cuando la tan temida pregunta llega, sea cual fuere ésta, estamos obligados a decir la verdad, porque si mentimos u ocultamos ellos lo sabrán…, aunque nosotros no lo queramos.
También así habrá cosas, sobre nosotros los padres, que nuestros hijos deberán conocer de nuestra boca, porque no perdonarán la mentira u ocultamiento. Nuestros hijos, si fueron educados dentro de la honestidad y la sinceridad, sabrán perdonar y entender todas esas cosas que nosotros, sus padres tememos tanto contar, porque ellos ya lo llevan viendo hace mucho en nosotros; nuestros hijos saben mejor que nosotros mismos quienes y qué somos, tienen la película clarísima y es un inmenso error pensar que ellos “no saben nada”, o que podemos ocultarles aquello que nos atormenta, o nos hace felices.

Hace poco, mi hija de 11 años me hizo una pregunta muy concreta, una de esas “temidas” preguntas, y realmente sentí que la única respuesta posible era la sinceridad, aun a riesgo que no le gustara mi respuesta, sentí que tenía que jugarme el todo por el todo con ella, y respondí con sinceridad a su pregunta…, ella aceptó mi respuesta y yo me quité un mundo de sobre mis hombros, si algún día quiere reprocharme algo con relación al tema, pues veremos cómo se encara…, un paso a la vez, un día a la vez. 

viernes, 1 de septiembre de 2017

LA SOLEDAD, ESA AMIGA A QUIEN TANTO EXTRAÑO

La última vez que escribí el blog creo que fue para el 30 de julio, en realidad no lo recuerdo bien, mi pobre blog está lleno de telarañas.
Pero lo que me trae hoy es LA SOLEDAD, esa desconocida que atemoriza a tantos y habemos algunos que la amamos con locura.
Hubo una época en mi vida, quizá la más feliz de todas, en la que vivía sola en un apartamento cerca del río, adoraba ese apartamentito, y la sensación de soledad tibia y cariñosa que me abrazaba cada vez que entraba.
No era una ermitaña salía mucho, tenía amigos, algunas noches dormía acompañada por alguien, pero generalmente sola, adoraba estar sola.
Mis placeres eran simples, leer, pintar, ver tele, sentarme en el balcón a tomarme un campari con gancia o un whisky en las rocas con un pucho en el balcón.
Tengo una amiga, la inefable y maravillosa Sonia Ortigoza, que vivía detrás del apartamento, cuando yo llegaba del laburo le pagaba un grito por la ventana de la cocina y solía venir a tomarse algo conmigo en el balcón.
En ésa época, los celulares eran carísimos y poca gente los tenía, ya existía el internet por línea telefónica pero era caro y lo usábamos sobre todo para mails y cosas de laburo.
No estábamos tan “conectados” como lo estamos hoy, pero cuando “conectábamos” con alguien era en persona, y teníamos tiempo `para pensar, meditar, o hacer lo que nos viniera en gana sin el sonido ensordecedor de los mensajes de whatsapp, de la “conexión” instantánea.
Recuero que los domingos, me acostaba en el piso de la sala-comedor-cocina, del apartamento, ponía algo de Enya o Kítaro y meditaba, podía estar horas enteras en mi mundo interior, el timbre no sonaba, no llegaban mensajes inútiles al teléfono, no había más ruido que la música y la respiración.
Aun hoy amo la soledad, con locura, y la busco de manera desesperada, me despierto a las 4.30 de la mañana para poder disfrutar de una hora de soledad, soledad que no sirve para meditar, sino para trabajar en soledad o ver alguna serie o leer algún libro acompañado todo con café y pucho.
Lamentablemente ya no me da la economía para el campari, el gancia y el chivas…, porque la nena tenía gustos caros.
Me resulta preocupante el temor paralizante que la gente joven siente con relación a la soledad, pareciera que si no tienen el puto celular en la mano para oír música, ver videos, enviar o recibir mensajes se fueran a morir. La gente sube al bus y en lugar de mirar por las ventanillas y ver la ciudad, la gente, se enfrascan en los aparatitos idiotizantes.
Adoro subir al bus y dejarme llevar, disfrutar de ese rato, algunas veces corto y otros, un poco largo de soledad absoluta, donde mi cerebro conversa consigo mismo  y algunas veces no me doy cuenta y termino conversando sola conmigo misma en voz alta y gesticulando como loca.
Me pasa lo mismo cuando voy al súper, o a buscar al colegio a mi hija, mi cerebro se pone en movimiento y las conversaciones de loca fluyen.
Tengo celular y cuentas en las redes sociales, pero no vivo pendiente de él, considero que es un elemento de trabajo y de comunicación con mis amigos que están lejos, me gusta el café con charla y extraño con locura ir al Britania sola a tomarme una cerveza de Alfons los días que casi no hay nadie más que aquellos habitués de noches largas y que en el fondo son tan solitarios como yo.
Si bien soy una persona súper sociable, amo la soledad, la disfruto, disfruto del silencio de la madrugada, de esos momentos que no hay nadie en la casa y sólo se oye el silencio, el ruido del viento, de la lluvia, esos momentos en que le doy rienda suelta a la loca que vive dentro de mi cráneo.
Creo sinceramente que la soledad está subvalorada, la gente la teme como si fuera la hidra con sus nueve cabezas que se come lo que encuentra a su paso y no se percatan que la soledad es lo mejor que le puede pasar a una persona, hacerse amiga de ella, hacerse cómplice de la soledad es descubrir un mundo interior y exterior que nadie puede tocar más que uno mismo.

Y bueno, eso nomás quería yo decir, dejemos los celulares, las computadoras, las tablets  a un lado y dediquemos tiempo a descubrirnos, conocernos y amarnos a nosotros mismos, alejémonos del barullo, de la locura que produce la hipercomunicación y descubramos ese mundo maravilloso, ancho y ajeno que está dentro de cada uno de nosotros, no importa si la gente piensa que estamos locos porque caminamos por la calle hablando solos, lo que importa es que nos comunicamos con el extraño que vive dentro nuestro y eso es algo maravilloso.