La última vez que
escribí el blog creo que fue para el 30 de julio, en realidad no lo recuerdo
bien, mi pobre blog está lleno de telarañas.
Pero lo que me
trae hoy es LA SOLEDAD, esa desconocida que atemoriza a tantos y habemos algunos
que la amamos con locura.
Hubo una época en
mi vida, quizá la más feliz de todas, en la que vivía sola en un apartamento
cerca del río, adoraba ese apartamentito, y la sensación de soledad tibia y
cariñosa que me abrazaba cada vez que entraba.
No era una ermitaña
salía mucho, tenía amigos, algunas noches dormía acompañada por alguien, pero
generalmente sola, adoraba estar sola.
Mis placeres eran
simples, leer, pintar, ver tele, sentarme en el balcón a tomarme un campari con
gancia o un whisky en las rocas con un pucho en el balcón.
Tengo una amiga,
la inefable y maravillosa Sonia Ortigoza, que vivía detrás del apartamento,
cuando yo llegaba del laburo le pagaba un grito por la ventana de la cocina y
solía venir a tomarse algo conmigo en el balcón.
En ésa época, los
celulares eran carísimos y poca gente los tenía, ya existía el internet por línea
telefónica pero era caro y lo usábamos sobre todo para mails y cosas de laburo.
No estábamos tan “conectados”
como lo estamos hoy, pero cuando “conectábamos” con alguien era en persona, y
teníamos tiempo `para pensar, meditar, o hacer lo que nos viniera en gana sin
el sonido ensordecedor de los mensajes de whatsapp, de la “conexión”
instantánea.
Recuero que los
domingos, me acostaba en el piso de la sala-comedor-cocina, del apartamento,
ponía algo de Enya o Kítaro y meditaba, podía estar horas enteras en mi mundo
interior, el timbre no sonaba, no llegaban mensajes inútiles al teléfono, no
había más ruido que la música y la respiración.
Aun hoy amo la
soledad, con locura, y la busco de manera desesperada, me despierto a las 4.30
de la mañana para poder disfrutar de una hora de soledad, soledad que no sirve
para meditar, sino para trabajar en soledad o ver alguna serie o leer algún
libro acompañado todo con café y pucho.
Lamentablemente
ya no me da la economía para el campari, el gancia y el chivas…, porque la nena
tenía gustos caros.
Me resulta
preocupante el temor paralizante que la gente joven siente con relación a la
soledad, pareciera que si no tienen el puto celular en la mano para oír música,
ver videos, enviar o recibir mensajes se fueran a morir. La gente sube al bus y
en lugar de mirar por las ventanillas y ver la ciudad, la gente, se enfrascan
en los aparatitos idiotizantes.
Adoro subir al
bus y dejarme llevar, disfrutar de ese rato, algunas veces corto y otros, un
poco largo de soledad absoluta, donde mi cerebro conversa consigo mismo y algunas veces no me doy cuenta y termino
conversando sola conmigo misma en voz alta y gesticulando como loca.
Me pasa lo mismo
cuando voy al súper, o a buscar al colegio a mi hija, mi cerebro se pone en
movimiento y las conversaciones de loca fluyen.
Tengo celular y
cuentas en las redes sociales, pero no vivo pendiente de él, considero que es
un elemento de trabajo y de comunicación con mis amigos que están lejos, me
gusta el café con charla y extraño con locura ir al Britania sola a tomarme una
cerveza de Alfons los días que casi no hay nadie más que aquellos habitués de
noches largas y que en el fondo son tan solitarios como yo.
Si bien soy una
persona súper sociable, amo la soledad, la disfruto, disfruto del silencio de
la madrugada, de esos momentos que no hay nadie en la casa y sólo se oye el
silencio, el ruido del viento, de la lluvia, esos momentos en que le doy rienda
suelta a la loca que vive dentro de mi cráneo.
Creo sinceramente
que la soledad está subvalorada, la gente la teme como si fuera la hidra con
sus nueve cabezas que se come lo que encuentra a su paso y no se percatan que
la soledad es lo mejor que le puede pasar a una persona, hacerse amiga de ella,
hacerse cómplice de la soledad es descubrir un mundo interior y exterior que
nadie puede tocar más que uno mismo.
Y bueno, eso
nomás quería yo decir, dejemos los celulares, las computadoras, las tablets a un lado y dediquemos tiempo a descubrirnos, conocernos
y amarnos a nosotros mismos, alejémonos del barullo, de la locura que produce
la hipercomunicación y descubramos ese mundo maravilloso, ancho y ajeno que
está dentro de cada uno de nosotros, no importa si la gente piensa que estamos
locos porque caminamos por la calle hablando solos, lo que importa es que nos comunicamos
con el extraño que vive dentro nuestro y eso es algo maravilloso.
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